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jueves, 4 de febrero de 2010

A donde va nuestro orgullo


A veces nos llenamos de orgullo y creemos ser superiores olvidándonos que al fin y cabo ante Dios todos somos iguales y aunque no queramos reconocerlo algún día nos tocará chocarnos de frente con la realidad.

Siendo las 10 de la mañana me dirigí al cementerio de la comunidad de Las Charcas en compañía de una amiga que tenía cita con el arquitecto que le entregaría los planos de lo que dentro de unos años será la morada futura de ella y sus familiares, mientras esperábamos observaba detenidamente el ambiente frío y tranquilo donde los empleados del lugar acondicionaban las calles y aceras del residencial donde nadie quiere vivir, pero donde todos tendremos que depositar nuestros cuerpos cuando nuestras almas vallan al más allá.

Pasado 15 minutos ya me estaba desesperando, pues debía regresar a la oficina a culminar trabajos pendientes, pero viendo una cruz cubierta de lodo sembrada en la tierra y deteriorada por el tiempo, cuyo nombre no pude leer, me puse a comparar entre ella (la cruz sembrada en tierra) y las grandes mansiones (lo que llaman bóveda o nicho) que tienen las diferentes familias ricas de la comunidad y comencé a reflexionar en la forma en que llevamos la vida, como queremos acumular fortuna, ser famosos y una vez arriba nos sentimos grandes y humillamos al que no está en nuestras condiciones, mirándolos como seres inferiores y por encima del hombro, quizás sin detenernos a pensar que todo pasa y que en algún momento hasta el más insignificante puede ser la persona que más necesitemos, esa es la manera en que la vida nos da una lección de humildad.

Si nos detuviéramos a pensar que nuestro orgullo se va el día que caemos en una cama victima de una enfermedad mortal, o llegamos a nuestra residencia final para dormir el sueño eterno, si tan sólo entendiéramos que allí no vale como te llamas, cuanto tenías, ni cuanto cuesta el ataúd, todo fuera diferente si comprendieras que al final sólo terminamos siendo huesos y polvo, que terminan siendo depositados en una fosa común donde no se distingue entre negros y blancos y mucho menos entre pobres y ricos, para el que no lo sabe, justamente ahí es donde termina nuestro orgullo.

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